Comentario
CAPÍTULO XI
Termina nuestro viaje en esta dirección. --Lago del Petén. --Probable existencia de ruinas en medio de las selvas. --Islas en el lago del Petén. --Petén grande. --Misión de dos religiosos. --Gran ídolo en forma de caballo. --Destrózanlo los religiosos, y en consecuencia se ven obligados a abandonar la isla. --Segunda misión de los religiosos. --Los indios los expulsan. --Expedición de don Martín de Urzúa y Arizmendi. --Llegada a la isla. --Es atacado por los indios. --Derrota de éstos. --Don Martín toma posesión del Petén Itzá. --Templos e ídolos de los indios. --Destrucción que hacen de ellos los españoles. --Fuga de los indios al interior de las selvas. --Preparativos. --Enfermedad de Mr. Catherwood. --Efectos del juego. --De la iglesia a la mesa de juegos. --Manera con que vive el pueblo en Iturbide. --Partida. --Rancho Nohyaxché
Nuestro viaje en aquella dirección había tocado ya a su término. Estábamos en la frontera de la parte habitada de Yucatán y a pocas leguas del último pueblo. Más allá, sólo existen espesas selvas, que se extienden hasta el lago del Petén y a aquella región de los lacandones, o indios idólatras, en donde, según he indicado en mis publicaciones anteriores, existe aquella misteriosa ciudad, que jamás ha sido visitada por el hombre blanco, sino que se halla ocupada por los indios precisamente en el mismo estado que tenía antes del descubrimiento de la América. Durante mi residencia en Yucatán, la mención que yo había hecho de esta ciudad se publicó en uno de los periódicos de Mérida, y entre las personas inteligentes había la creencia universal de que más allá del lago Petén existía una región de indios no convertidos de quienes nada se conocía. Nosotros habíamos estado caminando sobre la huella de las antiguas ciudades arruinadas. Un venerable eclesiástico de Mérida me había regalado un itinerario de un viaje al través de estas selvas hasta el lago del Petén, y yo había concebido algunas esperanzas de seguir, de sitio en sitio, hasta alcanzar un punto que pudiese revelar todos los recónditos misterios, y establecer un eslabón que uniese la cadena de lo pasado y lo presente; pero estas esperanzas iban acompañadas de cierto temor y, tal vez por fortuna, ya desde Iturbide no oímos hablar de nuevas ruinas más allá. Si algo hubiéramos sabido, tal vez nos habría sido imposible avanzar más, y hubiéramos tenido mucha pena en detenernos y retroceder de la marcha emprendida. Estoy sin embargo muy lejos de creer que, porque nada hubiésemos oído de esas ruinas, dejen realmente de existir algunas; no. Por el contrario, es muy probable que numerosos restos de ciudades existan sepultados a muy corta distancia de allí, sin que se supiese enteramente en el pueblo de Iturbide, porque en dicho pueblo no había un solo individuo que hubiese oído hablar jamás de las ruinas de Xlabpak, que acabábamos de visitar, y cuya primera noticia la adquirieron de nosotros.
Sin embargo, hasta allí nuestra faz estaba convertida hacia la dirección del lago del Petén. En este lago existen varias islas, una de las cuales se llama Petén Grande, y la voz Petén es una palabra de la lengua maya que significa Isla: antes de retroceder, me ha venido el deseo de detener al lector por un momento en esta isla, que pertenece hoy al gobierno de Guatemala, y se encuentra bajo la jurisdicción eclesiástica del obispo de Yucatán. Antiguamente fue la capital de la provincia de Itzá, que por ciento cincuenta años después de la conquista y subyugación de Yucatán conservó su absoluta y primitiva independencia. En el año de 1608, sesenta y seis años después de la conquista, dos frailes franciscanos se pusieron en marcha con el ánimo de convertir al cristianismo esta provincia, solos, inermes y guiados únicamente por el espíritu de paz. Los estrechos límites de estas páginas no pueden permitirme seguirlos en su dura y peligrosa peregrinación; pero según el relato de uno de ellos, tal cual lo presenta Cogolludo, desembarcaron en la isla a las diez de la noche, allí les dio el régulo o cacique una casa, y al siguiente día comenzaron a predicar a los indios. Éstos, sin embargo, les dijeron que aún no había llegado el tiempo de que se hiciesen cristianos, y aconsejaron a los padres que se fuesen y volviesen en otra mejor oportunidad. A pesar de esta admonición, les llevaron por el pueblo a echar una ojeada por él, y en uno de los templos vieron un gran ídolo en figura de caballo, hecho de cal y canto, echado sobre sus cuartos traseros y como en actitud de incorporarse, representando la imagen del caballo que dejó allí Cortés en su célebre expedición de México a Honduras. En aquella vez los indios habían visto a los españoles disparando sus arcabuces desde los caballos que montaban, y figurándose que el fuego y el estruendo eran producidos por los animales mismos, llamaron a esa imagen Tzimin Chaac, y le adoraron como al dios de los truenos y relámpagos. Al verle los frailes, según refiere el cronista, uno de ellos sintiéndose inspirado del espíritu del Señor y arrebatado de su fervoroso celo, montó sobre la estatua del caballo y la hizo mil pedazos. Inmediatamente se enfurecieron los indios, pretendiendo matar a los religiosos; pero el rey les puso en salvo, obligándoles, sin embargo, a dejar la isla.
A principios de octubre de 1619, los mismos dos religiosos se presentaron de nuevo en la isla, a pesar del mal éxito de su primera expedición; pero el pueblo se levantó contra ellos. Uno de los religiosos quiso hacer valer algunas razones; pero tomole de los cabellos un indio, arrancóselos de raíz, esparciéndolos al aire, y torciéndole el pescuezo le arrojó en tierra. Levantáronle casi exánime, y en unión de su compañero y de los indios sometidos que iban en la expedición, sin haber probado bocado se embarcaron en una mala canoa, marchándose de allí otra vez. A pesar de todo su fanatismo y aún de algunas crueldades, hay no sé qué de patético y sublime en la abnegación de los primitivos monjes al tomar con tal celo y empeño la obra de convertir a los naturales.
En el año de 1695 don Martín de Urzúa obtuvo el gobierno de Yucatán, y, llevando adelante un proyecto sometido con anterioridad al Rey de España y aprobado por el Consejo de Indias, emprendió la obra colosal de abrir un camino a través del continente desde Campeche a Guatemala. La apertura de este camino condujo necesariamente a la conquista del Petén, cuyos circunstanciados detalles tenemos en un libro escrito por el abogado yucateco don Juan Villa-Gutiérrez, titulado: Historia de la conquista de los Itzaes, reducción y progreso de los Lacandones y otras naciones bárbaras de indios gentiles que se hallan entre Yucatán y Guatemala. Publicose en Madrid en el año de 1701, con la recomendable circunstancia de ser los sucesos referidos recientes apenas de cuatro años.
La obra de abrir el camino se comenzó en 1695. Al proseguirla los españoles, encontraron vestigios de muchos edificios antiguos elevados sobre terrazas, abandonados y destruidos y, según las apariencias, de una antigüedad muy remota. Verdad es que bien podrían haber sido abandonados desde mucho tiempo antes de la Conquista; pero, como entonces hacía ya ciento cincuenta años que estaban en el país los españoles, no es muy irracional suponer que el terror que inspiraba su nombre pudo haber hecho abandonar aquellas ciudades adonde hasta allí jamás habían avanzado sus armas.
El 21 de enero de 1697, don Martín de Urzúa salió personalmente de Campeche a la cabeza de la expedición, acompañado de un vicario general y asistente, nombrado con anterioridad por el obispo, dirigiéndose hacia el rumbo de la provincia de Itzá. El postrer día de febrero hizo cortar las maderas necesarias, a las orillas del lago del Petén, para construir las embarcaciones que debían conducir sus fuerzas a la isla. Envió por delante una proclama dirigida a los indios, dándoles a saber que ya había llegado el tiempo de que viviesen en paz y armonía con los españoles. "Y si no, añadía la proclama, yo haré entonces lo que el rey me ordena, y que no es necesario expresaros ahora". El 13 de marzo era el día designado para embarcarse. Algunos españoles, conociendo la inmensidad de indios que en la isla había y la dificultad de conquistarla, representaron al general la temeridad de su empresa; pero dice el historiador que Urzúa, arrebatado de su celo, de su fe y de su valor, respondió que no teniendo en cuenta más que el servicio de Dios y del Rey, y el deseo de sacar de las tinieblas del paganismo a aquellos hombres obcecados, él solo, bajo el favor y protección de María Santísima, cuya imagen estaba en el real estandarte, y llevaba impresa en su corazón, era bastante para hacer la conquista por difícil y peligrosa que fuese.
Embarcose, pues, con ciento ochenta soldados, dejando ciento veinte en unión de los indios auxiliares con dos piezas de artillería para guarnecer el campamento. El vicario bendijo la embarcación, y, al salir el sol, emprendió su viaje con dirección a la isla, distante de allí dos leguas. A las preces del vicario, los españoles correspondieron gritando "viva la ley de Dios". En la mitad de la travesía encontráronse con una muchedumbre de canoas henchidas de indios; pero sin hacerles caso, prosiguieron los españoles en dirección a la isla, en donde vieron en actitud hostil a un número inmenso de indios; la muchedumbre de éstos coronaba todas las islas circunvecinas, las canoas les seguían en el lago, y les encerraron en una especie de media luna formada en el lago. En el momento en que los españoles se hallaron a tiro, los indios arrojaron sobre ellos por tierra y agua una nube de flechas. El general don Martín de Urzúa exclamó entonces en alta voz: "Silencio: ninguno corresponda, porque Dios está de nuestra parte, y nada hay que temer".
Los españoles estaban furiosos, y don Martín exclamó de nuevo: "Ninguno haga fuego, so pena de la vida". Las flechas que venían de la ribera caían cual copiosa lluvia; los españoles apenas podían contenerse, y un soldado herido en el brazo, exacerbado del dolor, disparó su mosquete, siguiole el resto; el general no pudo ya contenerlos, y sin aguardar a que tocasen a la playa, apenas se detuvieron los remeros cuando todos se arrojaron al agua con inclusión de don Martín mismo. Los indios se presentaban en espesos pelotones; pero al horrible estruendo y estrago de las armas de fuego se dispersaron y huyeron sobrecogidos de terror. La embarcación guarnecida de veinte soldados atacó a las canoas, y tanto los que en éstas se hallaban, cuanto los que estaban en tierra, desde el rey hasta el más pequeño, lanzáronse todos al agua, y ya no se veía en el lago más que las numerosas cabezas de los indios, hombres, mujeres y niños, nadando para salvar su vida. Los españoles entraron en el pueblo desierto y abandonado ya, y enarbolaron el real estandarte en el punto más elevado del Petén: dieron gracias a Dios en voz alta por sus misericordias, y don Martín de Urzúa tomó posesión de la isla y territorio de Itzá en nombre del Rey de España. El vicario declaró en forma que dicho territorio pertenecía al obispado de Yucatán, y con estola al cuello y bonete en la cabeza bendijo el lago. Todo esto tuvo lugar el día 13 de marzo de 1697, ciento cincuenta y cinco años después de la fundación de Mérida.
Tenemos un relato de las visitas que hicieron los frailes sesenta años después de la conquista de Yucatán, y una historia detallada de la conquista del Petén ciento cincuenta años después; mas ¿qué hallaron en la isla? Los frailes habían dicho que, cuando fueron conducidos a echar una ojeada sobra la ciudad, llegaron a la parte central y más elevada de la isla para ver los kúes y adoratorios de los ídolos de aquellos gentiles, y que allá "existían más de doce de la misma magnitud que las mayores iglesias de indios que hay en la provincia de Yucatán, y que cada uno era capaz de contener más de mil personas". También los soldados españoles, casi cuando aún no habían tenido tiempo de enjugar sus sangrientas espadas, sintiéronse acometidos de un santo horror al contemplar el número de adoratorios, templos y casas de idolatría. Los ídolos eran tan numerosos y de formas tan varias, que les fue imposible enumerarlos ni dar de ellos ninguna descripción; y en las casas privadas de estos bárbaros infieles, aun en los bancos en que se sentaban, había siempre dos o tres ídolos pequeños. Según lo que refiere la historia, había veintiún adoratorios o templos. El principal era el del gran falso sacerdote llamado Kin Can-Ek, primo hermano del rey Can-Ek. Era de forma cuadrangular, con hermosos antepechos y nueve escalones, todo de piedra: cada frente era como de sesenta pies, y muy elevado. También se dice de él que tenía la forma de un castillo, y acaso este nombre hizo en mi ánimo mayor impresión por la particularidad de que en las ciudades arruinadas de Chichén y Tulum, de que oportunamente informaré al lector, hay un edificio que hasta el día de hoy se llama castillo, nombre que le fue dado por los primeros españoles, sin duda por la misma semejanza que indujo al general Urzúa a dar idéntica denominación al adoratorio del Petén. En el último escalón de la entrada había en el suelo un ídolo agachado de forma humana, pero de un continente desagradable.
Descríbese además otro gran adoratorio de la misma forma y construcción que el precedente, y de los demás se hace mención únicamente con referencia al número y carácter de los ídolos que contenían; pero es probable que, si hubiese habido en ellos alguna material diferencia de los otros, en la forma o en la construcción, sin duda se hubiera expresado; y por tanto hay motivo para creer que todos se parecían entre sí. Estas descripciones son breves y en términos genéricos; pero en mi opinión bastan para identificar los templos y adoratorios de esa isla con los edificios arruinados que se encuentran dispersos por todo Yucatán; y esta presunción adquiere mayor interés por la importante circunstancia de que poseemos auténticos relatos historiales, acaso más dignos de fe que cuanto se ha dicho respecto de los aborígenes de ese país, acerca del pueblo y de la época en que estos kúes, adoratorios y templos fueron construidos.
Según lo que refieren Cogolludo y Villa-Gutiérrez, que establecieron sus conclusiones sobre hechos harto recientes para que pudiesen haber sido inducidos en error, los itzaes fueron originarios de la antigua tierra maya, que hoy se llama Yucatán, y en otros tiempos formaron parte de aquella nación. En la época de la insurrección de los caciques de la tierra maya y destrucción de la ciudad de Mayapán, Cari-Ek, uno de los caciques sublevados, se apoderó de la ciudad de Chichén Itzá. Bien fuese por el anuncio hecho por uno de sus profetas de la venida de los españoles, o bien por la inseguridad de sus posesiones, y esto es acaso lo más probable, lo cierto es que se retiró con todos los suyos de la provincia de Chichén Itzá hasta lo más oculto e impenetrable de las montañas, y tomó posesión del lago del Petén, estableciendo su residencia en la mayor de las islas que hoy tiene ese nombre. Esta emigración, según lo que refiere la historia, tuvo lugar como unos cien años antes del arribo de los españoles. Síguese de allí, por consiguiente, que todos los adoratorios y templos que halló en la isla don Martín de Urzúa debieron de haber sido erigidos dentro de ese tiempo. La conquista se verificó en marzo de 1697, y encontrámonos con el hecho interesante de que hace apenas ciento cincuenta y cinco años, el período de dos vidas a lo más, existía una ciudad ocupada por indios gentiles, precisamente en el mismo estado que antes de la llegada de los españoles, con kúes, adoratorios y templos del mismo carácter general, que el de las grandes estructuras que yacen hoy en ruinas por todo el país. Esta conclusión no puede rechazarse, sino negando enteramente el crédito debido a todos los relatos históricos que existen sobre la materia.
¿Y en dónde están hoy esos kúes, templos y adoratorios? En los dos viajes que hice a Yucatán tuve siempre intención de visitar la isla del Petén, y me causó un profundo pesar el no haber podido realizar mi proyecto; pero, como resultado de las investigaciones que he hecho, principalmente por las noticias que me dio el venerable cura a quien debí el itinerario, y que había residido largo tiempo en la isla, he llegado a creer que no existe en pie ninguno de esos edificios, de los cuales apenas hay uno u otro vestigio que no merece la pena de atraer la curiosidad; pero que puede poseer un inmenso interés anticuario por manifestar la mano de los que fabricaron las primitivas ciudades americanas. Pero aun cuando estos veintiún kúes, adoratorios o templos hubiesen desaparecido enteramente, sin que quedase piedra sobre piedra, esto no perjudica en nada al relato histórico que atestigua su anterior existencia, porque, en la historia del primer día que los españoles ocuparon la isla, tenemos una indicación de lo que ha podido hacer en ciento y cincuenta y cinco años el mismo espíritu destructor y despiadado. El general Urzúa tomó posesión de la isla a las ocho y media de la mañana, y la primera orden que dio inmediatamente después de tributar gracias a Dios por su victoria fue la de que cada capitán y oficial, con una partida de soldados, saliese a recorrer la ciudad en todas direcciones para reconocer los templos y casas de idolatría con prevención de echar abajo y romper todos los ídolos. El general mismo, acompañado del vicario y del asistente real, salió de su lado a hacer otro tanto, y sabemos por incidencia, y únicamente como para formarse una idea de la muchedumbre de ídolos y figuras destruidos por los españoles, el hecho de que, habiendo sido tomada la isla a las ocho y media de la mañana, estuvieron ocupados, casi sin intermisión, destrozando y quemando ídolos y estatuas hasta las cinco y media de la tarde en que el tambor dio la llamada de rancho que, según dice el historiador, era ya muy necesario después de tanto trabajar; y si un día bastó para destruir los ídolos, ciento cuarenta y cinco años, en los cuales se han construido una fortaleza, varias iglesias y otros edificios que hoy existen, me parece que son más que suficientes para la completa destrucción de todos los primitivos edificios y templos idolátricos.
He preguntado que en dónde están hoy los adoratorios y templos del Petén, y estoy tentado ahora de proponer otra cuestión. ¿En dónde están los indios cuyas cabezas, en aquel día de carnicería y terror, cubrían las aguas desde la isla hasta la tierra firme? ¿En dónde están aquellos infelices fugitivos, los habitantes de las otras islas, y los demás indios que habitaban el territorio de Itzá? Huyeron ante el terrible español, sumergiéronse más profundamente en las selvas y florestas, y acá en mi espíritu están confusamente en relación con aquella misteriosa ciudad de que ya he hablado. En efecto, yo no tengo dificultad en creer que en la salvaje región que existe más allá del lago del Petén, en donde hasta hoy jamás ha penetrado el hombre blanco, los indios están viviendo de la misma manera que vivían antes del descubrimiento de la América; y entra como parte de esta creencia la de que usan y ocupan todavía templos y adoratorios semejantes a los que hoy se ven arruinados en los bosques y espesuras de Yucatán.
Quizás se figurará el lector que he avanzado demasiado, y que ya es tiempo de retroceder. Retrocedamos pues.
Las próximas ruinas que teníamos que visitar eran las de Macobá, existentes en el rancho de nuestro amigo el cura de Xul, y ocupadas a la sazón por los indios, como lo estuvieran en tiempos antiguos. Supimos que el camino más recto que dirigía a este sitio era una pequeña vereda; pero que el mejor consistía en otro que pasaba por el rancho del señor Trejo: hallándose este rancho tan cercano, que nos facilitaba la oportunidad de pasar la noche en casa de Trejo, determinamos ponernos en camino inmediatamente. Nuestros indios cargadores estaban ya listos en el pueblo esperándonos, y, mientras hacíamos los preparativos correspondientes, tuvimos la desgracia de que le acometiese un nuevo acceso de calentura a Mr. Catherwood, con lo que nos vimos precisados a diferir la partida. En la conducta de don Juan teníamos otro motivo de disgusto, aunque no tan grave como el primero. No le habíamos visto en todo el día, y no podíamos explicar la causa de esta especie de desaire u olvido; pero a la tarde supo Albino que la noche anterior había perdido dieciséis pesos en la mesa de juego, y desde entonces permanecía en su hamaca sin moverse.
El día siguiente fue lluvioso y el domingo continuó la lluvia. Por la mañana muy temprano vino el ministro de Hopelchén a decir misa; y mientras andaba yo dando vueltas para observar cómo iba el tiempo, detúveme bajo el cobertizo en que estaba ya lista la mesa de juego, a la cual tan pronto como se concluyese la misa, todo lo mejor del pueblo con su traje de domingo debía venir a entretenerse activamente.
No me faltaba curiosidad en saber cómo vivían estos hombres: ninguno de ellos trabajaba, y el único negocio que parecía seguían con alguna regularidad era el del juego. Al tomar asiento entre ellos, hube de saber el secreto de su boca misma. Cada individuo adelanta algunos préstamos de cuatro o cinco pesos a los indios, o les vende aguardiente y otras frioleras, lo cual produce una deuda, que hace del indio un criado, hipotecando éste su trabajo al acreedor o amo, quien lo emplea para vivir en milpas o plantíos de tabaco. Refaccionando alguna vez el crédito con algunos suplementos de aguardiente o granos de cacao, la deuda se conservaba en pie; y, como los tales amos eran los únicos que llevaban la cuenta, los pobres indios en su ignorancia y simplicidad estaban enclavados en la tierra para sostener la holgazanería de unos amos tan bellacos.
Nosotros no habíamos formado por cierto una opinión muy ventajosa de este pueblo, ni según parece se juzgaba mejor él mismo. Don Juan nos dijo que todos los indios y la mitad de la población blanca eran ebrios; y que la otra mitad permanecía en sus hamacas. Nos dijo, además, que todos allí eran jugadores de profesión, y el alcalde me lo confirmó al invitarme a jugar, barajando las cartas con cierto ademán incitativo. Preguntome si por ventura no se jugaba en mi país; y, si no se hacía tal, en qué invertían las gentes su dinero, supuesto que le parecía una impertinencia invertirlo en caballos, carruajes, comidas, muebles, vestidos y otras cosas semejantes que, como decía el alcalde con sobrada verdad, cuando se muriesen no podrían llevar consigo al otro mundo. Yo le dije que en mi país el juego estaba prohibido por las leyes, y que, si se hubiese llegado a jugar en medio de la calle y en domingo, todos los jugadores habrían sido presos y castigados severamente. Esta especie hirió al alcalde en lo más vivo de sus funciones oficiales, e incorporándose con baraja en mano y echando una mirada de indignación sobre el pueblo que estaba a su cargo, dijo que también allí estaba el juego prohibido por las leyes, y que cualquiera que jugase, asistiese al juego o lo permitiese en su propia casa quedaba privado de los derechos de ciudadano: que tenían leyes y muy buenas, y que todos las conocían perfectamente, pero ninguno se acordaba de ellas. Todo el mundo jugaba en aquel pueblo: verdad es que no tenían dinero suficiente para ello, pero en su lugar jugaban maíz y tabaco, y el alcalde me señaló a un individuo que pasaba ocasionalmente por la plaza, diciéndome que la noche precedente había jugado un cerdo. El buen alcalde convenía en que alguna vez el juego era un buen medio de ganar dinero, pero me designó un infeliz joven harapiento, de veintidós o veintitrés años apenas, cuyo padre había tenido ranchos, criados, casas y dinero contante dejándoselo todo a aquel hijo, a quien siempre faltaban siete reales y medio para un peso. Este relato fue ratificado por el mismo joven con una triste y melancólica sonrisa. El alcalde prosiguió sus comentarios y amplificaciones sobre la holgazanería y extravagancia de las gentes de aquel pueblo, que todas eran apáticas; y como nunca le faltaban ilustraciones a mano, señaló a un indio que pasaba a la sazón con tres atados de carne de vaca, que le habían costado medio y cuartilla, y que iba a consumirlos en una sola comida, mientras que dicho indio no tenía ni medio para pagar su contribución personal. Uno de los caballeros circunstantes sugirió la especie, de que el gobierno acababa de dar una ley inicua, en virtud de la cual no podía ser compelido un indio a trabajar, pudiendo verificarlo cuando quisiese; y, si lo rehusaba, ya no se le podría azotar, ni aprisionar, ¿qué podría esperarse, decía, de un tal estado de cosas? Otro caballero intervino con cierta unción declarando que el alcalde de un pueblo vecino no había hecho caso de la ley y seguía vapuleando lo mismo que antes. Cuando ocurría esta conversación, aparecían sentados en el suelo unos doce indios, tan libres e independientes por la Constitución como los que aventuraban aquellas especies y que permanecían allí sin decir una palabra, limitándose a clavar la vista de cuando en cuando sobre los que hablaban.
La conversación vino a caer sobre nosotros mismos, y al fin sobre el doctor Cabot. Tuve el sentimiento de descubrir que en una comunidad que le había patrocinado con tanto calor había alguna divergencia de opiniones acerca de su capacidad. Había sobresalido un voto que discordaba de los demás, y la discusión general vino a fijarse en un altercado entre los dos hermanos de don Juan, el alcalde y el montero, el segundo de los cuales tenía una enorme excrecencia en uno de los pies, y decía en tono despreciativo que el doctor no había podido curarle los callos. El alcalde le contradijo citándole la curación de su hijo; pero el montero sacudió la cabeza mostrándole su pie enfermo, y siento decir que, según el juicio que pude formar de lo que en la sociedad se decía, la reputación del doctor Cabot, como médico, sufrió algún sacudimiento.
A la tarde cesó el agua y nos despedimos del pueblo nuevo de Iturbide. A tiempo que pasábamos, don Juan se apartó de la mesa de juego para desearnos buen viaje, y poco antes de anochecer llegamos al rancho Nohyaxché del señor Trejo, en cuya inteligente compañía hallamos algún consuelo del fastidio que sufrimos en Iturbide.